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¿Para qué sirve la envidia?

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El ámbito laboral, con su sistema piramidal y de estímulos competitivos, es, hoy por hoy, uno de los que más resquemores suscita, un campo sembrado para la envidia entre compañeros. Un trabajador podría enfrentarse a alguna de las siguientes tres tesituras frente a colegas que realizan la misma labor: que gane 40.000 euros anuales mientras otros perciben 60.000, que todos ganen 35.000 o que gane 30.000 frente a colegas que solo reciben 20.000. ¿En cuál de ellas se sentiría más feliz?

Cuando se responde con sinceridad a esta pregunta, muchos eligen el tercer escenario. Desde un punto de vista racionalmente egoísta, la primera situación es la más conveniente. Desde un planteamiento que mezcle solidaridad y bienestar propio, deberían escoger la segunda opción. Sin embargo, la posibilidad de despertar celos lleva a muchas personas a elegir la tercera.

Paul Krugman, profesor de Economía de la Universidad de Princeton, ha hecho numerosos experimentos en los que las personas escogen opciones de este tipo, en las que consiguen evitar la pelusa contra los demás y favorecer la envidia hacia ellos. Este científico explica que la paradoja –preferimos tener menos y que los demás estén por debajo a tener más si los otros están por encima– se debe a un sesgo comparativo.

Asimismo nos recuerda que nuestra satisfacción no depende solo de la medida en que conseguimos nuestros objetivos, sino también de que los demás hayan logrado menos éxitos en aquello que consideramos significativo. Cuando los que nos rodean carecen de lo que nosotros tenemos, lo disfrutamos más porque el sentimiento es más intenso al tener un punto de comparación que nos hace valorar la importancia de nuestro logro.

El filósofo Francis Bacon nos lo recordaba: «La envidia siempre surge con la comparación de uno mismo; si no hay comparación, no hay resquemor». Es un sentimiento que surge como alarma: nos permite constatar nuestra inferioridad en algún aspecto y nos azuza para contrarrestarla.

Los simios también la sienten
Este mecanismo psicológico es, en muchos momentos, nuestro principal impulso vital. Por eso, la selección natural ha favorecido este sentimiento. El primatólogo Frans de Vaal, de la Universidad Emory, en Atlanta, puso de manifiesto que nuestros primos simios también tienen pelusa y no valoran tanto los premios si los de los congéneres son mayores. En una investigación ofrecía un pedazo de pepino como compensación de un juego a aquellos monos capuchinos que participaran. Y descubrió que, aunque en general les resultaba un refuerzo suficiente, se negaban a participar cuando el resto de los monos obtenían como premio un racimo de uvas dulces, manjar más exquisito.

En la actualidad, el ser humano tiene un hardware biológico que produce sentimientos de envidia en determinadas situaciones. Motoichiro Kato, neuropsiquitra japonés de la Universidad Keiō de Tokio, y sus colaboradores descubrieron estas bases fisiológicas en una reciente investigación. Mediante resonancia magnética, comprobaron cómo se activaba el córtex del cíngulo anterior –una zona alrededor del cuerpo calloso que eleva el ritmo cardiaco y la presión sanguínea ante una emoción desasosegante– cuando una persona leía que otros habían conseguido éxitos o posesiones en áreas que les resultaban relevantes.

Aunque este resquemor contra el éxito ajeno tenga mala fama –»A menudo se hace ostentación de las pasiones, aunque sean las más criminales; pero la envidia es una pasión cobarde y vergonzosa que nadie se atreve nunca a admitir», afirmaba Rochefoucauld–, es importante recordar que ha estimulado muchas de las creaciones del ser humano. Todos conocemos grandes rivalidades entre artistas: Leonardo da Vinci versus Miguel Ángel, Mozart versus Salieri, Cervantes versus Lope de Vega… Algunas, como las de Rimbaud y Verlaine, acabaron a tiros. Pero todas, probablemente, han servido de acicate para la creatividad de esos autores: en la producción de Quevedo y Góngora es patente, por ejemplo, el papel que tuvieron los celos en una y otra dirección.

Que la envidia es un sentimiento que tiene como objetivo azuzar nuestra motivación se demuestra porque solo envidiamos aquello que queremos conseguir pero no estamos seguros de tener medios para lograr. Si algo está en nuestra lista de objetivos, pero estamos seguros de que lo podemos alcanzar, nos da igual que otro lo tenga. Un reciente estudio publicado por los profesores C. R. Harris y N. E. Henniger, de la Universidad de California en San Diego, muestra este fenómeno al estudiar cómo cambia esta desazón hacia los éxitos ajenos con la edad. Los datos eran claros: los jóvenes tienden a tener más pelusa que las personas mayores, ya que tienen menos sensación de control sobre sus vidas.

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