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¡El turismo, qué gran invento!

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En 2014, España recibió 65 millo­nes de turistas, cifra que nos situó en el tercer puesto del ranking mundial, solo por detrás de Francia y EE. UU. La industria turística crece a un ritmo del 4 % al 5 % anual, lo que sitúa este negocio como uno de los motores de la economía global. ¿Pero quién inventó este fenómeno social? ¿En qué consiste? «El turismo es el conjunto de relaciones y fenómenos producidos por el desplazamiento y permanencia de personas fuera de su domicilio, no motivados por una actividad lucrativa». Así era definido en 1942 por Walter Hunziker y Kurt Krapf, fundadores del pionero Instituto de Turismo de la Universidad de San Galo, en Suiza. Hoy, desde luego, sí es lucrativo para quienes organizan dichos desplazamientos y permanencias.

Hoteles, playas, viajes organizados, rutas temáticas, juergas aseguradas, exóticos manjares… El rumbo de los viajes ociosos no deja de multiplicarse, en base a una infraestructura tan potente que es capaz de convertir cualquier asunto en excusa para hacer las maletas. Es lo que inventó en 1841 el inglés Thomas Cook, quien, tras organizar el traslado de quinientas personas en tren desde Leicester a Loughborough con motivo de un congreso antialcohol, convirtió la iniciativa en una exitosa agencia que aún hoy funciona.

Se trazaba así el mecanismo comercial que sacaba partido a un instinto manifestado por los humanos desde tiempos primitivos: moverse en pos de diversión, conocimiento o devoción. Ya en la sociedad neolítica, a medida que las tribus nómadas se asentaban, surgieron los intercambios comerciales, y con ellos lo que podrían considerarse los primeros viajes de negocios, que sin duda ampararon otros traslados basados en el entretenimiento o la curiosidad. Entre los ríos Tigris y Éufrates, a partir de 4000 a. C., con la civilización sumeria surgieron la escritura, el dinero, la rueda, el barco de vela, las carreteras…, elementos que favorecieron todo tipo de tránsitos de la clase aristocrática, que se veía sobrada de tiempo libre. Por aquellos caminos de piedra y arcilla se trasladó hacia 1700 a. C. Hammurabi, rey de Babilonia, para asistir a ritos y fiestas de otras ciudades.

Cruceros de placer
La clase alta egipcia, igualmente libre de trabajo gracias a la esclavitud, se dio a recorrer el Nilo, la costa del mar Rojo o la del Mediterráneo, con destino a ciudades como Said, Bubastis y Busiris. A su vez, tiempo después, los singulares monumentos egipcios comenzarían a recibir visitantes de Siria o de Chipre, como confirman las inscripciones en templos y pirámides. Algunos venían desde Fenicia, cuyos hábiles navegantes a menudo llevaban en sus barcos pasajeros a los que cobraban por el viaje y la comida. Otros visitantes del Nilo llegaban desde Persia, donde se habían inventado ya los alojamientos o postas a pie de carretera, que se ubicaban más o menos cada veinte kilómetros.

A partir del siglo V a. C. empiezan a aparecer los primeros turistas griegos, como Herodoto, considerado padre de la historiografía, que recorre Egipto, Tiro y Babilonia. Las siete maravillas del mundo antiguo –las pirámides de Guiza, los Jardines Colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa en Éfeso, la estatua de Zeus en Olimpia, el mausoleo de Halicarnaso, el coloso de Rodas y el faro de Alejandría– fueron enumeradas y descritas en distintos libros, entre otros por el heleno Pausanias.

En la Grecia clásica, desde que en 776 a. C. se celebraran los primeros juegos olímpicos, cada cuatro años miles de atenienses y otros ciudadanos helenos se movilizaban para presenciar las competiciones y ritos religiosos, no solo de Olimpia, sino también de los festivales istmios, píticos o nemeos. A pie o en burro, recorrían las calzadas, y quienes tenían dinero pernoctaban en los alojamientos de carretera, que ofrecían cama, pero no comida, aunque sí duchas a base de jarros de agua caliente y fría.

También eran habituales las peregrinaciones a lugares sagrados como el templo de Apolo en Delfos, las estancias curativas junto a aguas termales o marinas, y la asistencia a los más populares festivales de teatro. Y, por supuesto, había que ver de cerca esa maravilla ateniense que era el Partenón, donde era posible coincidir con visitantes extranjeros. De hecho, en algunas ciudades griegas existía una especie de consulados, denominados próxenos, que asistían a los viajeros foráneos cuando se hallaban en situaciones problemáticas.

Algunos de estos turistas eran romanos, para los cuales Grecia era la esencia de la cultura, la meca a la que ir a peregrinar o a educarse. Tal costumbre se dio sobre todo durante la Pax romana (27 a. C.-180), cuando la red de calzadas, que llegaron a recorrer 160.000 km y contaban con posadas cada 15 km, conectaba casi todos los rincones del imperio. Los desplazamientos surgían a menudo por puro entretenimiento, pues muchas ciudades contaban con teatros, termas, circos, templos, foros, mercados y otros atractivos, que los nobles disfrutaban contratando a guías locales.

Juergas romanas
Los patricios y ricos comerciantes eran quienes, llegado el verano, se escapaban de la canícula urbana a través de la Vía Apia, saboreando el exquisito vino de Falerno en sus lujosos carruajes. Su destino eran las villas de veraneo que se asomaban a la bahía de Nápoles, donde había algo parecido a resorts en los puntos más famosos por sus balnearios, como la ciudad de Bayas. Allí, mientras veraneaba, Séneca se quejó del ruido de las fiestas nocturnas. La caída de Roma a manos de los bárbaros dejó la antorcha de la cultura y los viajes de placer en Bizancio, cuyos patricios visitaban la India gracias a las rutas comerciales, mientras que Europa occidental se apagaba entre feudos de los que casi nadie osaba salir.

Una leve luz se encendió en el siglo XII con la expansión demográfica y mercantil, que pobló de nuevo las viejas calzadas en un impulso fomentado por las ferias agrícolas y por las peregrinaciones religiosas a Roma, Santiago y Jerusalén. Los nobles se desplazaban con su procesión de criados que cargaban con ostentosas tiendas de campaña, pues las posadas eran calamitosas: sucios catres compartidos, mala comida y nulo aseo. Las cosas mejoraron con las primeras universidades y con la creación, en 1282, del gremio de hospedajes de Florencia. Las ciudades se fueron consolidando y asomó una clase burguesa que amplió los desplazamientos y sus horizontes.

El Grand Tour, germen del turismo moderno Pero no fue hasta el Renacimiento cuando resurgió el ímpetu de conocer otros mundos, lo que se vio favorecido por el descubrimiento y la colonización del continente americano. En el siglo XVI apareció por primera vez en Francia la palabra hotel para designar a los hospedajes, en una época en que se habían aligerado mucho los carruajes. De lujo serían unos y otros cuando un siglo después se puso de moda entre la aristocracia inglesa el grand tour –origen del término turismo–, un periplo de seis meses en el que se embarcaban los retoños de la upper class para completar su educación tras pasar por la universidad.

Los países incluidos en el itinerario solían ser Alemania, Países Bajos y, sobre todo, Francia, Suiza e Italia. Venecia, con su poderío monumental y sus carnavales, era ya un destino de moda, y sus hoteles y restaurantes apuntaban hacia el modelo turístico del futuro. Las vivencias e intríngulis de los viajes de ocio fueron bien narrados por la literatura ad hoc que se puso de moda entre los ilustrados del siglo XVIII. Célebres fueron los escritos del escocés James Boswell, que calificaba restaurantes y hospedajes con un vocabulario que nada tiene que envidiar a las guías actuales.

La actitud turística ya estaba a punto. Solo faltaba que el mundo diera el paso definitivo hacia el desarrollo, lo que se iría conformando después de la Revolución francesa y durante la Revolución Industrial del siglo XIX. Fue también el gran salto del turismo hacia los tiempos modernos, de la mano de inventos como el ferrocarril, los barcos de vapor y el automóvil. El capitalismo y su aliado esencial, el consumismo, fueron el marco ideal para que el ocio viajero de las gentes adineradas no tuviera límites.

En Estados Unidos, meollo de este nuevo mundo, la idea del veraneo se vio impulsada tras la guerra de secesión (1861-1865), con modas como la de ir a practicar senderismo o canoa a las montañas Adirondack, en el estado de Nueva York, donde establecieron sus summer camps familias como los Rockefeller, los Carnegie y los Vanderbilt. Esos traslados de alto copete inspiraron en 1864 al norteamericano George Pullman, que revolucionó el mundo de los trenes con sus elegantes vagones, en los que había restaurante, dormitorios y sala de juegos.

Poco después la idea sería copiada en Europa por el belga George Nagelmackers, creador de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits y del legendario Orient Express. Mientras tanto, por mar ya se movían los barcos a vapor inventados en Inglaterra por el duque de Bridgewater en 1772. En 1840, los nuevos navíos, que contaban con cafetería-restaurante, transitaban dos veces al mes de Liverpool a Boston. ¿Y por qué razón los célebres safaris habían de ser una aventura incómoda? Lord Randolph Churchill, padre de Winston Churchill, fue el primero en organizar una de estas cacerías africanas en plan de lujo y confort.

Las primeras guías de bolsillo
En 1828 apareció el primer librito de viajes publicado por el alemán Karl Baedeker, con una disposición concisa y detallista que acercó la colección completa que vino después al concepto actual. Tan prácticas eran las conocidas desde entonces como guías Baedeker que se dice que fueron utilizadas en la Segunda Guerra Mundial por los pilotos alemanes para precisar los lugares donde debían arrojar sus bombas. Justamente sería el bombardeo sobre Leipzig de 1943 la causa del destrozo de la editorial y del final de estas guías pioneras.

En Londres, ya antes de terminar el siglo XIX, se publicaba una revista denominada Steamboat Excursion Guide (Guía de las excursiones en barco de vapor), que informaba de los recorridos organizados a lo largo del Támesis y otras vías fluviales. Otras publicaciones europeas daban cuenta a su vez de los mejores balnearios y playas, cuyo efecto saludable era recomendado por los doctores a las damas de alta alcurnia, que empezaron a acudir a Spa, en Bélgica, o a Vichy, en Francia. Otras veces, los aires aconsejados eran los de alta montaña, y entonces la estancia vacacional transcurría en los Alpes suizos o austriacos.

En Lucerna (Suiza), César Ritz, descendiente de una familia de ganaderos pero con mucha sensibilidad hacia lo elegante y ceremonioso, innovó a finales del siglo XIX el funcionamiento de los hoteles de lujo, y dio lugar al concepto que hoy prevalece. En su fulgurante ascensión profesional hasta crear su propia cadena hotelera, Ritz definió el servicio completo y personalizado, con ideas actualmente tan indispensables como el servicio de habitaciones o el baño privado en cada una de ellas.

Dinero de plástico
Un rico comme il faut no podía resistirse a todas estas novedosas tentaciones, aunque tuviese que pagar con creces por ello. En 1850 había nacido en Búfalo, segunda ciudad en importancia del estado de Nueva York, la American Express, que pronto sobrepasó el terreno del transporte de mercancías para el que había sido creada y se convirtió en institución financiera con su famosa credit card. Con esa tarjeta milagrosa en el bolsillo se movían los primeros norteamericanos que acometían el ritual viaje a Europa en avión. A los destinos de moda se habían incorporado el calor y las alegrías del Mediterráneo, focalizadas en la Costa Azul, la Riviera italiana y algunas de las islas griegas.

A inicios del siglo XX, el mundo cambiaba a marchas forzadas, con el entusiasmo que tan bien reflejó la Belle Époque. Los enclaves turísticos se consolidaban en modernización y elegancia, y los ricos lucían palmito gracias a la incipiente moda de los trajes de baño. Pero la buena vida de la alta clase era demasiado visible para los obreros y campesinos que se dejaban la vida en fábricas infernales y en desmesuradas haciendas. Ese estado de cosas y la lucha entre las élites de poder de las naciones provocaron las dos guerras mundiales, que frenaron el desarrollo turístico.

Una industria en expansión
Sin embargo, Occidente resurgió de sus cenizas y en los años 50 retomó el optimismo económico y las ganas de vivir al día. Volvieron a multiplicarse los destinos y las opciones vacacionales. La idea del TI (todo incluido) nació para las élites: se trataba de que pudieran viajar a tierras exóticas, sin privarse del confort que disfrutaban en su mundo burgués. Así, el campeón de waterpolo belga Gérard Blitz creó el Club Méditerranée en 1950, siguiendo el concepto de erigir un pequeño y exclusivo paraíso en territorio turístico. Después de inaugurarlo con un campamento de tiendas de campaña –a todo lujo– en Mallorca, el primer Club Med genuino se erigió en Salerno (Italia). Poco a poco, estos villages privés cuyos clientes tienen acceso a todas las diversiones e instalaciones se fueron extendiendo al Caribe y otros destinos más lejanos.

Con esta y otras iniciativas estaba el terreno abonado para la época dorada del turismo, el famoso boom que hizo viajar y veranear a las clases medias, in crescendo hasta el día de hoy. Eso sí, sujeto a los vaivenes de la economía, como la crisis del petróleo de 1973, que arruinó la recién nacida industria de las vacaciones masivas. No obstante, las perspectivas no dejaban de ser halagüeñas, pues dos años después se creó la OMT (Organización Mundial del Turismo), con sede en Madrid. Hoy el negocio global ha llegado a cada rincón del planeta, hinchado cada vez más por los nuevos viajeros rusos y chinos o por la ampliación de la oferta a otros ámbitos: rural, cultural, ecológico, espacial…

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