Por: Yuri Guzmán
En un mundo cada vez más acelerado y digital, donde las prioridades parecen centrarse en el éxito personal y el consumo, surge una pregunta inquietante: ¿por qué nos volvemos tan ensimismados, tan insensibles al dolor del prójimo? La tendencia a priorizar nuestros propios intereses ha fomentado una cultura del individualismo extremo, en la que la empatía y la solidaridad parecen diluirse en la rutina cotidiana. Según diversas estadísticas, esta indiferencia no solo afecta las relaciones humanas, sino que también tiene consecuencias sociales profundas.
Un estudio realizado en 2022 por Pew Research Center reveló que el 65% de las personas en países occidentales siente que no tiene suficiente tiempo para ayudar a otros o participar en actividades comunitarias, en comparación con el 45% en sociedades más colectivistas. Este dato refleja cómo la cultura del “yo primero” se ha consolidado en muchas sociedades, dejando en segundo plano la importancia del servicio y la solidaridad. La filosofía de vivir para servir, como nos enseñó la Madre Teresa —quien afirmaba que “quien no vive para servir, no sirve para vivir”—, parece estar en desuso en una era dominada por el ego y la competencia.
Pero, ¿Qué nos lleva a esta insensibilidad? La respuesta puede residir en una serie de factores: el estrés cotidiano, la sobrecarga de información, la desconexión digital y, en muchos casos, un sistema que premia el individualismo y la autosuficiencia. La misma pandemia de COVID-19, que dejó a millones en el mundo enfrentando el dolor y la pérdida, mostró cómo en ocasiones la solidaridad se diluyó ante el miedo y la incertidumbre. La indiferencia puede convertirse en una especie de mecanismo de defensa, pero también en una pérdida de humanidad.
No obstante, la historia y la experiencia muestran que la verdadera transformación social comienza en el nivel individual. La Madre Teresa, ejemplo de humildad y servicio, nos enseñó que no hacen falta tareas grandiosas para marcar la diferencia. Sus palabras “dar hasta que duela” y su ejemplo de vida nos recuerdan que la clave está en los gestos cotidianos, en la sencillez, en la empatía activa. Estos pequeños actos, repetidos día a día, tienen el poder de cambiar vidas y, eventualmente, transformar comunidades enteras.
Es importante entender que la verdadera felicidad no radica en la acumulación material o en el reconocimiento público, sino en la fidelidad a nuestros valores y en el amor desinteresado hacia los demás. Como Madre Teresa también señaló: “No estamos llamados a la victoria ni a la gloria terrena, sino a la victoria en Dios, que es simplemente la fidelidad hasta el extremo.” La solidaridad y el servicio no son solo un acto altruista, sino una expresión de nuestra propia plenitud como seres humanos.
Para revertir esta tendencia hacia la indiferencia, es fundamental comenzar en nuestro entorno más cercano. Por ejemplo, en la familia, en los amigos, en los vecinos. Cada uno de nosotros puede hacer la diferencia con un acto de atención, una palabra de aliento, una ayuda concreta. La empatía se cultiva con la práctica y la voluntad de mirar más allá de uno mismo. En palabras de la Madre Teresa, “removamos la indiferencia y dejemos de acostumbrarnos a ver la necesidad y la desgracia ajena y permanecer entumecidos.”
En conclusión, el desafío de nuestra era es recuperar esa capacidad de sentir y actuar con empatía. No basta con reconocer el dolor del mundo; es imprescindible convertir esa conciencia en acción, por pequeña que sea. Solo así podremos construir una sociedad más humana, solidaria y justa, donde el servicio y la humildad vuelvan a ser valores centrales. Como nos enseñó una mujer que dedicó su vida a los demás, vivir para servir no solo enriquece a quien da, sino también a quien recibe. Y en ese intercambio de amor y entrega, encontraremos quizás la verdadera razón de nuestra existencia.