Ah, el vino… probablemente la bebida con más mitos en torno a su consumo. Si quieres saber de qué calidad es el vino que tienes delante, mete la nariz en la copa. Puede parecer poco acertado, pero el orden de degustación es olfato, con la copa parada, más tarde se agita y se vuelve a olfatear -ya que sus aromas se potenciarán al contactar con el aire- y por último, probar.
Otro error bastante común es recurrir a un vaso de agua, whisky o incluso una copa de cava. Sus condiciones óptimas se mantienen en una copa de vino, no les des más vueltas. ¿Por qué? La curvatura de la copa permite que podamos moverlo para que volatice sus aromas sin necesidad de que salpique, el tallo hará que lo agarres sin que toques la bola y calientes el caldo –y la estética es indudablemente notoria-. Y recuerda, el vidrio siempre seco y sin motas de polvo. Nota importante en este punto: nunca llenes la copa más de la mitad, no te permitirá agitarlo y se calentará en exceso antes de que lo consumas.
¿Qué vino usar? Depende de tu comida –siempre-. Existe un patrón fácil y que a grandes rasgos funciona: fíjate en el color. Es decir, si vas a tomar un pescado o carne clara o marisco, un vino blanco será la mejor opción; sin embargo, si tu plato es oscuro, con salsas o de carne roja, el tinto es el indicado para ser descorchado.
Está de más decir que no debes tomarlo directamente de la botella.
Y ya que hablamos del corcho, si se rompe, nunca lo empujes hacia el fondo de la botella, a no ser que quieras beber partículas de alcornoque y encina.
Además, uno de los gran desconocimientos es la temperatura a la que ha de ser servido. ¿Frío o caliente? Depende, pero por lo general los 15 grados es la temperatura idónea ya que la bebida se calienta con facilidad y si lo servimos a temperatura ambiente (unos 20 grados) puede quedar demasiado caliente al rato –lo que potenciaría la sensación de alcohol que no es del todo agradable-.
