Son dos de los monarcas que más eco han hecho en la Historia: Enrique VIII, el de las seis esposas y la separación del Vaticano, e Isabel I, la Reina Virgen, que tenía «el cuerpo débil y frágil de una mujer, pero el corazón y el estómago de un rey». Tuvieron mucho en común, además de ser padre e hija y parte de la misma dinastía -Tudor-, pero un gran detalle hacía que su salud fuera un asunto primordial, más allá del mero hecho de que fueran reyes: no tenían herederos claros al trono.
Enrique VIII eventualmente logró tener el hijo que tanto deseaba, al que cuidaban como un muñeco en algodón. Su hija Isabel, producto de su relación con Ana Bolena, nunca se casó. Sus muertes -o hasta el rumor de que estuvieran enfermos- podían desencadenar guerras de sucesión. ¿Qué tenían a su disposición los médicos para asegurar el bienestar de tan preciados regentes?
Una peculiar rama de la medicina antigua era muy popular: la llamada teoría o doctrina de las signaturas o teoría del signo. Según ésta, si una planta se parece a una parte de la anatomía, la podía curar si algo malo le pasaba. Esa noción data de la Antigua Grecia, y no siempre es tan desatinada como suena.
Se pensaba, por ejemplo, que el jengibre, por su similitud con el estómago, podía aliviar dolencias digestivas. Y hay expertos modernos que aseguran que en efecto puede hacerlo. La Capsella bursa-pastoris o bolsa de pastor se usaba para ayudar con la circulación de la sangre, y todavía hoy algunas firmas comerciales de medicina naturista la recomiendan para ciertas hemorragias.
A caballo y con lanza
En 1536 Enrique VIII tuvo un serio accidente durante un torneo en el palacio de Greenwich. En una justa, se cayó de su caballo y éste le cayó encima. Ambos vestían pesadas armaduras. El rey permaneció inconsciente durante dos horas. Después de eso, a muchos les preocupó que la composición de su cerebro hubiera cambiado y se preguntaron si su carácter también.
Hasta el día de hoy hay historiadores que piensan que la caída le pudo haber dejado una lesión cerebral debido al brusco cambio de personalidad que sufrió: pasó de ser deportista y generoso a cruel, paranoico y tirano.
Ya en 1524 esa misma actividad le había causado otro grave problema. Por no bajar la visera de su casco, la lanza de su oponente lo golpeó encima del ojo derecho. Después de eso, empezó a padecer constantemente de migrañas. El remedio: nueces, por su parecido al cerebro dentro del cráneo.
El trasero
No eran sólo nueces lo que consumía el rey. Por motivos no tan medicinales, ingería una cantidad enorme de comida: se cree que alrededor de 5.500 calorías al día. Una gran parte de ellas se debían a la carne. Y, teniendo en cuenta que los vegetales eran considerados como comida de pobre, no figuraban mucho en su dieta. Cuando los comía, eran cocinados, como lo eran las frutas también, pues en esa época creían que las frutas crudas daban peste. Además, montaba mucho a caballo.
No extraña entonces que sufriera de hemorroides. Hubo al menos tres hombres que conocieron las hemorroides reales íntimamente: aquellos que ocuparon la posición de gentilhombre del excusado. Eran los encargados de ayudar al rey a usar el orinal real. Se trataba de un cargo privilegiado y llevaba una responsabilidad médica pues debían inspeccionar los excrementos del monarca. Como la medicina de los Tudor se basaba en la Hipocrática, el color de la orina o la consistencia de las heces indicaba si el rey estaba enfermo.
En el caso de las hemorroides, el remedio era raíz de celidonia menor, por su parecido. Había también una cura para los problemas de digestión que no se inspiraba en la Antigua Grecia, sino en la América recién descubierta: enemas de humo de tabaco. El tabaco había llegado a Inglaterra en la época Tudor y se creía que su humo curaba muchas dolencias, entre ellas constipación y el dolor de estómago.
Entre sus sujetos…
Otro gran problema en esa época era sífilis, particularmente entre los marineros, y se rumoreaba que Enrique VIII la sufrió, aunque nunca ha sido confirmado. Se trataba inyectando mercurio en el órgano masculino. En Francia le decían «la enfermedad italiana»; en Rusia, «la enfermedad polaca»; en los Países Bajos, «la enfermedad española»; en Turquía, «la enfermedad cristiana»; en Tahití, «la enfermedad británica»; en Inglaterra, «la enfermedad francesa». Para los franceses, «la enfermedad inglesa» era la flagelación.
La dulzura de la virgen
Isabel I era tremendamente selectiva cuando se trataba de la comida: las bandejas de exquisiteces desfilaban frente a ella sólo para que rechazara la mayoría. Excepto cuando se trataba de delicias dulces. Por ello, los dientes se le llenaron de caries, se le volvieron negros y muchos se le cayeron.
En una ocasión, tenía un dolor tan fuerte que fue necesario extraerle una muela. Pero la idea le producía tal susto que hizo que le sacaran una a su obispo primero frente a ella para mostrarle que no dolía. Él le aseguró que así era, así que ella aceptó. Fue la única muela que permitió que le sacaran en toda su vida.
¿El remedio para la caries dental? Hyoscyamus niger. Uno de sus varios nombres populares -hierba loca- da una indicación de cuán riesgosa era esta cura: la planta es venenosa. Es también una de las legendarias plantas conocidas como «de las brujas», que se decía tenían propiedades mágicas. Y de alguna forma es cierto. Sus propiedades psicoactivas incluyen alucinaciones visuales y la sensación de estar volando.
Cutis angelical
En 1562, cuando Isabel llevaba apenas cuatro años en el trono, no se había casado ni tenía un heredero, se enfermó. Estuvo tan mal que se temió su muerte. Se había contagiado de viruela, una de varias epidemias urbanas que a menudo obligaban a los reyes o sus descendientes a confinarse en palacios lejanos de Londres, ya fuera para prevenir el contagio o para convalecer.
En esta ocasión, el problema no pasó cuando la reina se mejoró. Las cicatrices que quedaron visibles amenazaron desde ese momento con perjudicar su imagen de Reina Virgen. Eran similares a las llagas de sífilis o las de varicela.
Además, se cruzaban con la idea de la tez perfecta con que la reina tenía que representar pureza y fortaleza. Es por eso que se cubría el rostro completamente con maquillaje blanco y que el manejo de su imagen era tan estricto.
Como siguió siendo soltera y sin hijos, el futuro del reino siempre fu algo incierto, así que ella y sus allegados debieron mantener la ficción de que seguía siendo joven, que nunca envejecería. Pero para las cicatrices que le dejó la viruela, granadas, por su parecido a las lesiones que se las provocaron.