Por: Yuri Guzmán
En cada Ciudad de México, sin importar latitud o tamaño, hay una constante que une (por padecerlos) a sus habitantes: los baches. Más que una molestia cotidiana, se han convertido en un símbolo de la precariedad de la infraestructura vial y de la falta de planeación urbana.
La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), realizada por el INEGI, revela que en septiembre de 2024 el 81.7% de los mexicanos mayores de 18 años considera los baches como el principal problema urbano. Esta cifra supera incluso preocupaciones como el alumbrado público insuficiente (56.5%) o las fugas de agua (61.1%).
La temporada de lluvias, que debería ser una bendición para el campo y el medio ambiente, se convierte en una pesadilla para los conductores. Las precipitaciones intensas erosionan el pavimento mal colocado o envejecido, generando cráteres que afectan la movilidad, dañan suspensiones, rompen llantas y, en casos extremos, provocan accidentes. El problema no es nuevo, pero sí creciente. Municipios como Ecatepec, Hermosillo, Toluca, Mexicali y Ciudad Obregón reportan que más del 92% de sus habitantes perciben los baches como una problemática grave.
La respuesta institucional, sin embargo, suele ser superficial: parchar. El famoso “bacheo” se ha convertido en una solución estándar, pero ineficaz. Las calles parchadas se transforman en una especie de montaña rusa urbana, con desniveles que afectan tanto la comodidad como la seguridad del tránsito. Este tipo de reparación, además de ser estéticamente deficiente, no resuelve el problema de fondo: la falta de inversión en pavimentación de calidad, drenaje adecuado y mantenimiento preventivo.
Desde una perspectiva técnica, el bacheo es una medida de emergencia que debería aplicarse solo en casos puntuales. Sin embargo, en México se ha institucionalizado como política pública. El resultado es una red vial que parece improvisada, donde cada parche es testimonio de una omisión anterior. La falta de planeación se agrava por la ausencia de transparencia: no existe un registro nacional que indique cuántos baches hay por municipio o ciudad, ni un sistema que permita a los ciudadanos reportarlos de forma efectiva y dar seguimiento a su reparación.
La dimensión económica del problema también es considerable. Según estimaciones de talleres mecánicos y aseguradoras, los daños provocados por baches pueden representar entre $1,500 y $8,000 pesos por vehículo, dependiendo del tipo de afectación. Multiplicado por miles de incidentes al año, el costo para los ciudadanos es millonario, mientras que los gobiernos locales siguen invirtiendo en soluciones temporales que, a largo plazo, resultan más costosas.
Pero no todo está perdido. Algunas ciudades han comenzado a implementar sistemas de geolocalización para mapear baches y priorizar su reparación. Otras han apostado por pavimentos más resistentes y drenajes inteligentes que evitan la acumulación de agua. Sin embargo, estos esfuerzos aún son aislados y no forman parte de una estrategia nacional.
La solución no está en seguir parchando. Está en repensar el modelo de infraestructura urbana, en invertir en materiales duraderos, en capacitar a los equipos de obra pública y en establecer mecanismos de rendición de cuentas. Los baches no son solo agujeros en el pavimento; son grietas en la confianza ciudadana hacia sus autoridades.
Mientras tanto, los mexicanos seguirán esquivando cráteres, ajustando suspensiones y maldiciendo cada sube y baja. Porque en México, el camino hacia una infraestructura digna aún está lleno de baches.