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¿Por qué las órdenes hacen que nos sintamos menos responsables de nuestras malas acciones?

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En su libro «Eichmann en Jerusalén», la filósofa Hannah Arednt analiza la figura de Adolf Eichmann, un nazi condenado por su responsabilidad sobre la solución final, por la cual se exterminó a millones de judíos. Este teniente coronel de la SS era el responsable de la logística del transporte de las personas a los campos de concentración. En el proceso judicial que se organizó contra él, argumentó que solo se limitaba a cumplir las órdenes de sus superiores.

A raíz de aquel juicio, Arendt acuñó el término «banalidad del mal» para referirse al fenómeno por el cual una persona no enferma ni malvada, podía cometer las más perversas acciones por deseo de ser eficiente en su trabajo, ascender en su carrera y como resultado de cumplir órdenes, sin llegar a plantearse la moralidad de sus acciones. Semanas después, el científico Stanley Milgram exploró más este fenómeno, cuando comprobó que los estudiantes voluntarios de la Universidad de Yale estaban dispuestos a someter a sus compañeros a descargas eléctricascuando alguien con autoridad se lo pedía. Aunque ellos mismos oyeran los gritos de dolor.

Un grupo de científicos han avanzado un poco más el conocimiento de esta cuestión. En un artículo publicado en la revista «Current Biology», han obtenido nuevas evidencias para afirmar que cuando alguien nos da una orden, realmente nos sentimos menos responsables de las dolorosas consecuencias.

«Quizás algún tipo de sentimiento básico de responsabilidad se reduce cuando nos sentimos obligados a hacer algo», ha dicho Patrick Haggard, del investigador del University College de Londres. «A veces las personas dicen que solo estaban cumpliendo órdenes y que por eso tienen menos responsabilidad. Pero lo dicen para evitar el castigo o porque las órdenes realmente cambian la experiencia cerebral de la responsabilidad?», se ha preguntado.

A la vista de su estudio, ocurre más bien lo segundo. Para responder a esta pregunta, Haggard y sus compañeros ha estudiado la llamada «sensación de ser agente»: el sentimiento que lleva a una persona a sentirse responsable de las consecuencias de sus acciones. Por ejemplo, si alguien le pega una patada al balón, y este sale disparado, el cerebro interpreta gracias a esta sensación que una cosa y otra están relacionadas y que son resultado de las acciones propias.

Pero esta sensación puede ser moldeada por varios factores. Por ejemplo, cuando las consecuencias de las acciones son malas, la intensidad de esta sensación se reduce y aumenta el tiempo en que tarda en activarse. Por ejemplo, si al patear el balón se rompe un tiesto de flores, este sentido de ser agente tarda un poco más en dispararse.

Órdenes: un anetésico de la conciencia
En el estudio de Haggard, los científicos han medido el tiempo de activación de esta sensación de ser agente, cuando los voluntarios tenían que activar unas descargas eléctricas, moderadas, en otras personas. Y han hecho comparaciones entre este período en personas que cumplían órdenes y en personas que lo hacían por voluntad propia. Todo a cambio de una pequeña bonificación económica, y siempre conocendo de primera mano la intensidad del daño provocado (gracias a varios cambios de papeles).

Después de hacer estos análisis, los investigadores sostienen que las órdenes no solo aumentan el lapso de tiempo que tarda en activarse el sentido de agencia, sino que reducen la intensidad del proceso neuronal que entra en juego en la percepción de la responsabilidad de las acciones. Por ello, cuando alguien argumenta en un juicio que cumplía órdenes, no necesariamente lo hace para evitar el castigo, sino para expresar una sensación.

Haggard ha dicho que ahora sería interesante averiguar si hay personas más susceptibles a este fenómeno, y con mayor facilidad para cometer acciones perversas cuando se lo ordenan. En este sentido, Milgram, el artífice del experimento de Yale, ya se mostró sorprendido por la fuerte voluntad de los adultos a aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad. «Por suerte, en nuestra sociedad siempre ha habido gente que se ha opuesto a la coerción», ha concluido Haggard.

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