Inicio COLUMNAS El precio de la convivencia

El precio de la convivencia

435
0

Por: Mtro. Ricardo Alvirde Sucilla
Consejero Presidente de la
Sociedad Histórica, Cultural y Patrimonial
de Guadalajara A.C.

Guadalajara hace mucho que ha venido perdiendo su vida barrial, cada vez se ven más lejanos los días en los que los vecinos se conocían entre sí y en el que la actividad cotidiana se desarrollaba a unas cuantas cuadras del hogar.

Hoy en día los barrios tienen diferente matiz, vivir en un barrio adquiere una forma distinta a la que conocimos quienes rebasamos las cuatro décadas de edad; nuestros hábitos de consumo son distintos y por lo tanto, el comercio que se ejerce en un barrio es cada vez más limitado a pequeñas tiendas de abarrotes, cada vez es menos frecuente encontrar una farmacia que no sea parte de una cadena; de pronto encontramos una que otra carnicería y ya no digamos esas tlapalerías en las que uno buscaba lo necesario para hacer alguna talacha en casa.

Cada barrio tenía su escuela muy próxima a la que asistían por lógica los niños y jóvenes que vivían en la cercanía; ya fuera en el turno matutino como en el vespertino, los compañeros de clase solían ser además vecinos de la misma cuadra, incluso parientes.

Las tardes en los barrios solían estar llenas de algarabía infantil, pelotazos que sonaban en las rejas de las ventanas y el inconfundible grito de: “¡Carro, carro!” que alertaba a los jugadores que debían parar la pelota mientras se volvía a despejar la calle; era usual que esas cascaritas tuvieran como espectadores involuntarios a los vecinos de mayor edad que salían a tomar el aire vespertino y charlar entre ellos; al caer la noche, la calle se cubría de sombras y afuera de cada casa se aparecía el pretendiente galán que visitaba muy bien peinado y oloroso a loción “de la buena” a la pretendida joven con quien se intercambiaba miradas llenas de sueños y planes futuros.

Los templos de cada barrio recibiendo a los fieles madrugadores por la mañana, a los pecadores buscando expiar sus culpas al mediodía y los domingos a todo el vecindario; afuera de ellos, los vendedores de toda clase de antojos, elotes, guasanas, platanos tatemados, camote y calabaza enmielados y los que nunca podían faltar: los churros azucarados recién salidos de una palangana de peltre con aceite hirviendo desprendiendo ese inconfundible aroma a canela. En el jardín frente al templo estaba taambién el puesto de periodicos, el bolero lustrando zapatos y el vendedor de globos; entre los árboles aparecía el toque de color rosado de los algodones de azucar y las manzanas acarameladas.

El barrio tenía su peluquería como elemento insustituible y en ella abundaban colgados de las paredes debidamente enmarcados, los recortes de periodico que narraban las proezas en la cancha del equipo favorito del peluquero. También había algún taller mecánico y por supuesto que también había un taller de bicicletas al que nunca le faltaba trabajo.

No podía faltar una panadería que sacara muy temprano los mejores birotes y por la tarde el pan dulce para merendar. También solía haber un sastre, alguna costurera y un zapatero remendón que volviera a la vida cualquier par de zapatos que le llevaran. A todos ellos conocíamos y nos conocían, era común que todos en el barrio tuviéramos crédito abierto.

También había un mercado, con su bullicio y productos frescos de los que sobresalía una paleta hecha de cartoncillo y madera en la que se informaba el precio de cada cosa; cerca del mercado no faltaba quien se ofreciera a ayudar al marchante a cargar las compras hasta su casa a cambio de una moneda.

El ritmo de vida se fue acelerando con el paso del tiempo, muchas costumbres han cambiado y otras han desaparecido por completo; hoy vivimos encerrados en cotos junto a otras personas que ni conocemos ni nos conocen y a quienes dificilmente saludamos al cruzarse nuestros caminos; necesitamos desplazarnos hacia centros comerciales para satisfacer nuestras necesidades de esparcimiento, de abasto, de servicios tan básicos como cortarnos el cabello o hasta para bebernos la habitual taza de café y solicitamos de inmediato la clave del wi-fi para poder estar enlazados a nuestras redes sociales a través de ese dispositivo inteligente que nos hace cada día mas bobos y dependientes de él.

En casa, las bicicletas acumulan polvo y aparece el óxido en espera de que nos podamos organizar para subirlas al arnés del coche y conducir hasta la vía recreactiva -cosa que ocurre una o dos veces al año- para pedalear por la ciudad hasta que nos den las dos de la tarde y regresar a casa quejándonos del tráfico, del gentío y de la asoleada descomunal.

En casa nos aseguramos de estar al corriente en los pagos al proveedor de televisión por cable y por supuesto del internet para que tengamos “en que entretenernos”. Los juegos de mesa en familia son cada vez menos frecuentes y hacer alguna reparación doméstica con nuestros hijos como aprendices es improbable; preferimos buscar en internet alguna aplicación que nos proporcione el número de algún plomero, electricista o pintor con el que podamos agendar una cita para solucionarlo.

Nos reunimos con amigos cuando por fin se acomodaron las fechas y amenizamos la reunión con alguna playlist generada automáticamente por alguna aplicación del celular. Los cuarentones somos la última generación que sabe lo que era estar cambiando los discos en una reunión, lo que era ir a rentar una película en video y asegurarnos de devolverla en tiempo y debidamente rebobinada; teníamos que buscar la cartelera del cine en el periódico y apurarnos para alcanzar boletos para la función deseada.

El lector podrá pensar que vivo suspirando por los tiempos pasados -y tiene razón- aunque también disfruto de la tecnología actual, de las comodidades que hoy podemos gozar, sobretodo ya no tengo porque sufrir frustaciones cuando una película ya había sido rentada por alguien más y tenía que esperarme a ver si devolvían una copia mientras yo estaba en el videoclub.

Ciertamente hemos avanzado mucho, aunque en la actualidad nuestros gastos se hayan incrementado al tener que añadir los pagos a todos esos proveedores que facilitan nuestro acceso y permanencia a la vida actual; pagamos un alto precio por la convivencia y no solamente me refiero a los pesos y centavos, sino a la pérdida de esas pequeñas cosas que implicaba el convivir con nuestra familia, con amigos y con los vecinos.

El precio de la convivencia parece muy alto una vez que nos detenemos a pensar en ese nivel de aislamiento al que nos condenamos a pesar de estar rodeados cada vez de un mayor número de habitantes de la misma ciudad. Deberíamos atender con mayor cuidado los pequeños detalles que el día de mañana se convertirán en los recuerdos que nuestros hijos tendrán de nosotros, tal como enseñarles a engrasar su propia bicicleta, reparar una pequeña fuga del lavabo, instalar una lámpara o un apagador eléctrico, incluso a preparar la pintura para cambiar el color de un muro; prepararlos para la vida en vez de hacerles creer que la vida está preparada para ellos.

Las ciudades se conforman por familias que la habitan; hagamos mejores familias para tener mejores ciudades.

Comments

comments

Artículo anteriorLa marihuana induce el consumo de otras drogas
Artículo siguienteFuerza Única y ejército toman vigilancia en Tlaquepaque